NO HAY UNA CONSTRUCCIÓN DE LA IDENTIDAD DEL HIJO SIN UNA CONSTRUCCIÓN PARALELA DE LA IDENTIDAD DEL PADRE
Hay hombres que se depilan el pecho y no son deportistas ni metrosexuales. Lo hacen para que descanse sobre su regazo, piel con piel, su bebé prematuro. Esos mismos hombres, si la atención médica que necesita su hijo excede a su exiguo permiso de paternidad, aparcan su actividad laboral para poder adormecer cada tarde a su criatura.
Apenas un kilo, el cuerpo cableado por electrodos, sondas, catéteres, y un gorrito blanco que te recuerda la promesa de una infancia por delante a pesar de que hayan tenido que aprender a sobrevivir antes de vivir. En la unidad de neonatología de Sant Joan de Déu, las enfermeras más veteranas me cuentan cómo ha aumentado la presencia de hombres en sus salas, padres ejerciendo de padres que abocan sobre la cuna de metacrilato lo mejor de sí mismos. Sus hijos nacieron demasiado pronto, cuando aún requerían del útero para que su cerebro y sus pulmones se acabaran de formar.
Su dedicación a menudo les trae problemas, y bajo esa estúpida declaración de principios que dice que las empresas no son oenegés, muchos son amonestados por asistir a suprimera conquista silenciosa: que su hijo se haga lo suficientemente fuerte para llorar. Aseguran los expertos en el método Canguro que el contacto con la respiración y el latido de madres y padres contribuye a que los neonatos regulen el ciclo del sueño y disminuyan su frecuencia cardiaca en mayor medida que si permanecen en la incubadora.
Allí pasan más frío, oyen ruidos y se asustan, mientras que la implicación de los padres resulta un bálsamo según dicen en el Clínic, donde se han inspirado en el modelo nórdico potenciando el "cuidado centrado en el desarrollo".
Las caricias son terapéuticas. En esas burbujas donde la gravedad de la vida se cierne sobre la mejor de las esperanzas, los pequeños responden a los estímulos cuando se produce el más leve intercambio: cubrirles con una manta, acariciarles la planta de los pies, susurrarles pequeñas palabras sentados en butacas reclinables. Y el pecho depilado.
Me persigue esa imagen cuando, tras entrevistar a las enfermeras, vuelvo a casa y acuno a mi hija de cinco meses. Tanta intimidad robada a la asepsia hospitalaria, pese a los peúcos verdes.
Hay muchos más ejemplos que atestiguan la implicación de los hombres en el ejercicio de su paternidad, una de las revoluciones más significativas que han protagonizado los varones en los últimos años. La justificación de su entrega en el papel paterno se articula siempre a través de la mujer: si intentan conquistar el espacio privado es porque ella ha salido del mismo, explicación plana donde las haya.
El viejo modelo de padre se reducía a la autoridad y al control, apenas existía una transferencia afectiva, si acaso a través de la madre, mientras ahora para muchos es una barbaridad tener que esperar quince días para ver a su hijo. Liberados del manual de atributos que definía al "hombre de verdad", hoy son conscientes de que no hay una construcción de la identidad del hijo sin una construcción paralela de la identidad del padre. Pero la geometría identitaria tiene aristas y nuestra sociedad se topa con el lugar común del padre desentendido, o del que se entera de que tiene hijos cuando se separa.
La custodia compartida, las pensiones impagadas o las divorciadas que utilizan a sus hijos como seguros de vida protagonizan uno de los debates más tensos de la actualidad, larvas que envenenan el tejido social y que avivan la guerra entre sexos. Hace unos años, el Gobierno sueco llenó las ciudades de anuncios donde se veía a unhombre marcando bíceps con un bebé durmiendo en su antebrazo. El eslogan decía: "Este tiempo no volverá". Directo al hipotálamo. Mañana, día del padre –excelente coartada comercial y excusa para que los niños de primaria hagan manualidades–, recordaré a esos nuevos padres con su ternura depilada.
Apenas un kilo, el cuerpo cableado por electrodos, sondas, catéteres, y un gorrito blanco que te recuerda la promesa de una infancia por delante a pesar de que hayan tenido que aprender a sobrevivir antes de vivir. En la unidad de neonatología de Sant Joan de Déu, las enfermeras más veteranas me cuentan cómo ha aumentado la presencia de hombres en sus salas, padres ejerciendo de padres que abocan sobre la cuna de metacrilato lo mejor de sí mismos. Sus hijos nacieron demasiado pronto, cuando aún requerían del útero para que su cerebro y sus pulmones se acabaran de formar.
Su dedicación a menudo les trae problemas, y bajo esa estúpida declaración de principios que dice que las empresas no son oenegés, muchos son amonestados por asistir a suprimera conquista silenciosa: que su hijo se haga lo suficientemente fuerte para llorar. Aseguran los expertos en el método Canguro que el contacto con la respiración y el latido de madres y padres contribuye a que los neonatos regulen el ciclo del sueño y disminuyan su frecuencia cardiaca en mayor medida que si permanecen en la incubadora.
Allí pasan más frío, oyen ruidos y se asustan, mientras que la implicación de los padres resulta un bálsamo según dicen en el Clínic, donde se han inspirado en el modelo nórdico potenciando el "cuidado centrado en el desarrollo".
Las caricias son terapéuticas. En esas burbujas donde la gravedad de la vida se cierne sobre la mejor de las esperanzas, los pequeños responden a los estímulos cuando se produce el más leve intercambio: cubrirles con una manta, acariciarles la planta de los pies, susurrarles pequeñas palabras sentados en butacas reclinables. Y el pecho depilado.
Me persigue esa imagen cuando, tras entrevistar a las enfermeras, vuelvo a casa y acuno a mi hija de cinco meses. Tanta intimidad robada a la asepsia hospitalaria, pese a los peúcos verdes.
Hay muchos más ejemplos que atestiguan la implicación de los hombres en el ejercicio de su paternidad, una de las revoluciones más significativas que han protagonizado los varones en los últimos años. La justificación de su entrega en el papel paterno se articula siempre a través de la mujer: si intentan conquistar el espacio privado es porque ella ha salido del mismo, explicación plana donde las haya.
El viejo modelo de padre se reducía a la autoridad y al control, apenas existía una transferencia afectiva, si acaso a través de la madre, mientras ahora para muchos es una barbaridad tener que esperar quince días para ver a su hijo. Liberados del manual de atributos que definía al "hombre de verdad", hoy son conscientes de que no hay una construcción de la identidad del hijo sin una construcción paralela de la identidad del padre. Pero la geometría identitaria tiene aristas y nuestra sociedad se topa con el lugar común del padre desentendido, o del que se entera de que tiene hijos cuando se separa.
La custodia compartida, las pensiones impagadas o las divorciadas que utilizan a sus hijos como seguros de vida protagonizan uno de los debates más tensos de la actualidad, larvas que envenenan el tejido social y que avivan la guerra entre sexos. Hace unos años, el Gobierno sueco llenó las ciudades de anuncios donde se veía a unhombre marcando bíceps con un bebé durmiendo en su antebrazo. El eslogan decía: "Este tiempo no volverá". Directo al hipotálamo. Mañana, día del padre –excelente coartada comercial y excusa para que los niños de primaria hagan manualidades–, recordaré a esos nuevos padres con su ternura depilada.
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