dilluns, 27 d’abril del 2009

Cartas al Director: “¿Violencia de género o violencia de Estado?”


http://www.diariodelasierra.es/2009/04/21/cartas-al-director-%c2%bfviolencia-de-genero-o-violencia-de-estado/#more-10719

Hacía largo tiempo que no veía a Germán. Me lo encontré, acompañando del brazo a su esposa, mientras transitaba por mi pueblo a la hora del aperitivo; y la alegría de celebrar el tropiezo nos condujo hasta la tasca más cercana, pues mal reencuentro resulta en nuestras Españas aquél que no se remoja adecuadamente con unas espumosas cañas.
Nos conocemos desde la infancia y, en nuestra juventud, resultaban notorias las tertulias estivales nocturnas que manteníamos junto con otros amigos en los bancos de la plaza; con disquisiciones de cómo arreglar un mundo, ese que no parece tener solución. Un mundo, en el que los problemas humanos de antaño, que entonces conmovían nuestra sensibilidad, dan la sensación de verse incluso empequeñecidos por lo nuevos del presente, sin saber a ciencia cierta si humanamente progresamos a insignificante paso de tortuga o, aún peor, realmente nos desplazamos hacia atrás como el cangrejo.
Germán, después de terminar su carrera de ingeniero agrícola, partió a otras tierras por servidumbres de su profesión, donde se estableció y formó familia. Desde entonces, nos visita esporádicamente con motivo de sus vacaciones. Es un hombre que pareciendo algo rudo en sus ademanes, así como esgrimiendo argumentaciones fundamentadas en una lógica pragmática, alberga un corazón sensible y pleno de nobles sentimientos capaz de conmoverse por el sufrimiento de una mosca. Su esposa, Marina, es una mujer de ademanes naturales y sencillos, engalanados permanentemente por una eterna y dulce sonrisa. Ninguno de ambos parece pedirle a la vida más de lo que ésta les puede dar y es por lo que caminan juntos por ella con una placidez que causa admiración.
En tales tesituras, aterrizamos en la bodega de “El culebra”; quién regenta un establecimiento que heredó de su homónimo padre, muy popular entre la gente sencilla del lugar. Allí, pegado a la barra, cuál lapa a la roca, se encontraba visiblemente abatido Pepe, otro amigo de nuestras correrías juveniles de antaño; abogado de profesión, con el que mantengo últimamente mayor contacto, puesto que lleva ya alrededor de cinco meses viviendo nuevamente en el pueblo en casa de sus padres. Anteriormente residía en la capital, a cuarenta kilómetros de distancia, donde tenía abierto un despacho en su propio domicilio que le proporcionaba unos desahogados ingresos.
De él salió esposado, por una denuncia de malos tratos.
La alegría desenfadada, que tradicionalmente le acompañaban, se ve ahora trastocada por una triste amargura que trasluce por sus ojos; una impotencia sorda le carcome el alma; y los amigos no sabemos qué hacer ya para mitigar su dolor e intentar distraerle de tan obsesiva fijación.
-ya ves -se lamenta hasta la saciedad en nuestros frecuentes encuentros- estudié Derecho creyendo en la justicia y ahora me veo aniquilado por la injusticia de la Justicia.
Y, ciertamente, con anterioridad a su serio percance personal, era costumbre en él defender con pasión y arrebato la lógica de lo justo; disculpando los errores leguleyos como mal menor necesario e inevitable, “por ser propio -decía- de la condición humana de sus protagonistas”.
Después de los inexcusables saludos entre ambos, preguntándose por vida y milagros, Germán y Marina no pudieron menos que mostrar su sincera condolencia por las recientes desgracias de nuestro común amigo. Y realmente, no era para menos; Pepe se encontró un viernes tarde con la sorpresa de ser esposado inesperadamente por la policía en su domicilio y en presencia de sus hijos, por una falsa denuncia de malos tratos formulada contra él por su mujer. Germán y yo, conociéndole como largamente le conocemos, albergamos plena convicción en la veracidad de su inocencia.
“En el calabozo pasé dos días y medio -nos contó- rodeado de otros presuntos delincuentes, por no decir otras víctimas -agregaba en su desesperación- en vista de la injusticia de mi propio caso. El lunes por la mañana, comparecí ante una jueza, de los juzgados de violencia de género, que sin siquiera atender mis cuitas y razones dictaminó contra mi una orden de alejamiento preventiva que no me permite acercarme a una distancia menor de quinientos metros de mi domicilio; sin poder, además, ver a mis hijos y ni siquiera comunicarme telefónicamente con ellos. Han tenido que ser mis hermanos quienes hicieron el traslado de mis archivos desde el despacho de mi hogar, casa que me donaron mis padres cuando todavía era soltero, hasta el domicilio de ellos aquí en el pueblo, alejado de mis clientes habituales; viéndome afectado desde entonces por una depresión aplastante, que pesa sobre mi ánimo como una losa y que prácticamente imposibilita mi trabajo conduciéndome a no dar pie con bola. Pero no acabando aquí mis desventuras, me he enterado después, por amigos comunes, que antes de una semana mi mujer ya había introducido en mi casa, con mis hijos, con los que ahora me impiden hablar, y en mi misma cama, al amante con el que mantenía relaciones desde hace más de un año; cosa que, yo, también desconocía”.
Marina le escuchaba conmovida y Germán abría unos ojos como platos; no fruncía pestaña y sus oídos no perdían una sola sílaba.
-¡Pobriños, tus hijos! -exclamó Marina, con su deje norteño-. Parece mentira que haya mujeres capaces de tanta maldad. Para dos días que vamos a estar en este mundo, ¿cómo es posible infligir tanto daño?
-Cuando prima el sentimiento -medié, yo- la naturaleza humana no parece conocer límites. Contra ello ha luchado tradicionalmente el Derecho Penal: contra los excesos del sentimiento. Sentimientos de odio, rencor, pasión, venganza, desamor, adulterio, etc. que causan estragos. Pero ahora parece haberse invertido la tortilla; ya que, a la postre, cierta Justicia parece primar el engaño sentimental, cuando es femenino, largando al esposo a una siniestra alcantarilla de indignidad, despojo e infortunio.
-Me dejas de piedra -atinó a decirle el compasivo Gervasio a Pepe, después de unos minutos de compungido desconcierto- y parece mentira que la Justicia pueda cometer errores semejantes. Pero como tú tanto nos comentabas antaño -agregó, con intención de consuelo- yo creo que tu caso no deja de ser un triste error técnico propio de la naturaleza humana de quién dictó tu sentencia. Cosa, que tampoco es muy de extrañar después de la patente alarma social que están causando los abundantes casos de malos tratos hacía la mujer en nuestra sociedad. Date cuenta que prácticamente no pasa día sin que la televisión o los periódicos no ofrezcan noticia sobre una repugnante tropelía de éste tipo. De alguna manera se ha de parar el enorme número de víctimas femeninas que se dan por año. Y no solo hablo de muertas; si no también de la cantidad de palizas o abusos psicológicos de los que la mujer continúa siendo objeto.
-Mira, Germán -le contestó Pepe descorazonado y con el abatido desencanto de quién ha largo tiempo que lleva pregonando las mismas razones con la sensación de hacerlo en pleno desierto- agradezco la intención de tus palabras porque nos conocemos tanto como para saber que solo pretendes consolarme y animarme; y soy consciente, además, de que no estás realmente enterado de la triste realidad presente, puesto que afortunadamente no eres uno de los afectados, como yo, ni tu profesión implica ser un entendido en leyes o jurisprudencias. Pero has de saber que mi caso es algo más grave que un simple error judicial, producto de una alarma social. Hace tiempo que, no solo yo, si no muchos de mis compañeros de profesión y del sistema judicial, e incluso algunas instituciones del Estado, venimos argumentando que la Ley Contra la Violencia de Género tiene unas hechuras que difícilmente casan con la Constitución o con los principios más elementales del Derecho Penal; como lo son el de igualdad o el de presunción de inocencia, base fundamental del mismo. De hecho, han sido presentadas por diferentes jueces, más de ciento sesenta cuestiones de inconstitucionalidad contra la misma; cosa que no recuerdo que ninguna otra ley haya suscitado tantas. Y te significo, que al igual que siempre he tratado de daros a entender que el error judicial es fundamentalmente producto de las limitaciones humanas, al tener que analizar y decidir sobre complejos conflictos entre personas, de visiones subjetivas y declaraciones interesadas, cuando no, falsas, te recuerdo también que mi afición al sentido de lo justo, como tú bien sabes, es lo que me inclinó a estudiar Derecho; y, según tal percepción, la elaboración de esta Ley, más que a fundamentos doctrinales jurídicos de justicia, obedece a motivaciones de interés político. Y más concretamente, a las directrices de la torticera ideología de género que se ha impuesto en nuestra sociedad.
-Creo que las penurias de tu caso te lleva a la exageración -le espetó Germán con convicción categórica-; algo hay que hacer, te repito, para detener tanto atropello contra la mujer. Y, por otra parte, estoy seguro que tu caso se resolverá favorablemente a tus pretensiones, cuando se celebre el juicio. Entonces, podrás pedir incluso daños y perjuicios a tu esposa, por la infamia vertida en tu contra.
-Está visto que no cambiarás nunca -le contestó Pepe Luis-; siempre has creído en el buen corazón de las personas y aún más en los progresos institucionales de nuestra civilización, sobre todo en materia de Derechos Humanos. Desgraciadamente, en el ejercicio de la abogacía me ha tocado ver de todo, como se suele decir, y no siempre bonito, a pesar de los bellos enunciados programáticos de los tratados internacionales. Ello me ha conducido a dudar seriamente de que vayamos a dejar a nuestros hijos un mundo mejor del que nos dejaron nuestros padres. En lo relativo a mi caso, por ejemplo, te explicaré que su resultado no será tan idílico como lo imaginas. Primero, porque la pena ya me la han impuesto, y sin ser culpable de nada -recalcó-; ya que para cuando se celebre mi juicio yo llevaré más de un año alejado de mi hogar y de mis hijos; y, éstos, lo habrán pasado conviviendo con un extraño en el puesto de su padre: el amante de mi mujer; quién, para ser capaz de aprovecharse de tales manejos, ya puedes imaginar la calaña ética de baja estofa que alberga en su personalidad; ¿Cómo se puede casar semejante hecho con el pretendido bien del menor, que supuestamente persigue la ley?. ¿De verdad tu crees que resulta beneficioso para mis hijos, así como un buen ejemplo para ellos, convivir en mi casa con una madre adúltera y su depravado mancebo?. El día de mañana, mis hijas habrán aprendido que el adulterio es un buen negocio, antes que una rotura impune del contrato de matrimonio, un engaño o una irresponsabilidad hacía los hijos; ¿no crees?. Y mi hijo, habrá aprendido que el matrimonio tan solo puede aportarle desgracia e injusticia. ¿En esto se cifra el pretendido bien del menor?. Y luego nos extrañamos de que nuestros hijos tengan cada vez más acusados problemas psico-emocionales…
- Y -continuó diciendo Pepe- además no es tan sencillo conseguir la absolución por la denuncia de malos tratos; ya que hay más de una sentencia del Tribunal Supremo apuntando que “por ser los maltratos unos hechos que acontecen en la intimidad del hogar, en ausencia de testigos, se impone la necesidad de considerar como prueba la simple denuncia de la víctima”. Es decir; en estos casos se ha invertido el sentido de la prueba: en lugar del derecho a que prueben tu culpabilidad, has de luchar por demostrar tu inocencia, lo cuál constituye una verdadera aberración jurídica. Aunque también he de decir que alrededor del noventa por ciento de las acusaciones por malos tratos, según mis cálculos, resultan sobreseídas por falta de pruebas; lo que indica que todavía hay muchos jueces que saben lo que significa impartir justicia, a pesar de la presión social reinante en su contra.
- Pero, continuando con el hilo de la cuestión -prosiguió-, aún en el caso de conseguir mi absolución, resultaría capcioso demandar a mi esposa por difamación, ya que numerosa jurisprudencia al respecto afirma que “el que no se hayan podido demostrar los malos tratos, no significa que la denunciante haya mentido o que tales malos tratos no se hayan dado realmente”; con tal duda “razonable”, por inusitada que pueda parecer, habitualmente basta para denegar la condena de la calumniadora. Lo cuál, se traduce también en la práctica improbabilidad de que pueda recuperar la custodia de mis hijos y la paz de mi hogar; ya que para entonces el divorcio será un hecho consumado, con la posesión de la custodia en favor de la madre, y con mis hijos en sus manos durante el largo tiempo de algo más de un año; suficiente como para poderles “comer el coco” en mi contra (a lo que técnicamente se le denomina Síndrome de Alienación Parental), con la colaboración de su amoroso mancebo; cosa que tampoco les resultará difícil, cuando mis hijos ven cómo la “justicia” de los adultos les ampara y contemplan a diario un linchamiento mediático en contra del supuesto “maltratador”, que causa pavor.
-Que conste que tengo claro -se defendió Germán, visiblemente incrédulo- que el entendido en leyes y jurisprudencia eres tú. Ni es la tuya mi profesión, ni tengo realmente conocimientos eruditos en la materia. Pero el sentido común me dice que estás exagerando; o, tan afectado, que desgraciadamente se te ha ido la chaveta y todo lo ves más negro que el sobaco de un grillo; porque si el asunto fuere como lo pintas, no es posible que en una democracia como la nuestra los medios de comunicación callasen tales injurias. ¡Pero, hombre; por Dios!, que vivimos en una sociedad libre y con libertad de expresión… ¡Que estos no son los tiempos de Franco!
Al tiempo que Pepe movía la cabeza de lado a lado con actitud resignada de incomprensión manifiesta, y levantaba su vaso para sorber un largo trago de vino en el que ahogar sus penas, El Culebra, el dueño del bar, que había estado siguiendo nuestra conversación al tiempo que restregaba la barra con su bayeta y fregaba la vajilla acumulada en la pila, terció llanamente diciendo:
- Pues yo, después de lo que la pasao a Gregorio, el hijo de la tía Matilde y el tío Perico, sí que me creo to lo que está contando éste -señalando a Pepe-. El Goyo, hizo la tontuna de casarse con una mujer que conoció en un puticlub; y ahora ella sa quedao en la casa que heredó él de sus padres, viviendo con la hija de los dos; y él sa pasao tres meses en la cárcel por decirle de to a la jueza durante el juicio. Después de estar años engañándole con to el que quería, cosa que nadie nos atrevíamos a decirle por vergüenza al pobe Goyo, encima le denunció por malos tratos; y resulta que cuando la descubrió en la cama con un moro en su casa, con la hija en la habitación de al lado, casi fue éste el que le mata a él de un garrotazo. Y, ¡ya ves tú!; ¡el Goyo!, que con to lo grande que es, en su vida sa metio con naide… Pero en el juicio, pa mí que no se podía creer na de lo que le estaba pasando y se lió a voces con tos. Y ninguno en el pueblo, ni tan siquiera el alcalde, se atrevió a defenderle, tal como están los tiempos. Después de salir de la cárcel, sa pasao un año con orden de alejamiento y sin poder pisar el pueblo. Ahora vive en medio del campo, en poco menos que una chabola, sin agua corriente, ni luz, y ha tenio que pagar tos los atrasos que le debía a su “ex” a base de descargar mercancías en el mercao. Bueno..; y a ella, pa colmo, hasta le dieron un trabajo en el Ayuntamiento por ser mujer maltratá. Y ahí sigue…, sacando incluso aún toavía más dinero de sus amantes de turno.
- Yo, que soy mujer, -dijo Marina- no me extrañan la cantidad de mujeres asesinadas que se están dando, porque no son los primeros casos similares que oigo. Y si a mi me quitasen los hijos, y más en tales circunstancias, dudo que no se me pasara por la cabeza el cometer un disparate.
- Pues no andas muy desencaminada de la realidad, Marina, -le respondió Pepe- porque las estadísticas demuestran que en aquellos países donde la ideología de género se va imponiendo paulatinamente, crecen en igual medida los casos de violencia doméstica (mal denominada “de género” por los partidarios de tan aberrante ideología) y es donde se da el porcentaje más alto de víctimas femeninas. Y, en nuestro país, cuando se recogen firmas a favor de la custodia compartida de los hijos, son las mujeres quienes triplican la plasmación de sus rúbricas en comparación con las de los hombres; ya que en la mujer prima el sentimiento, y, además de madre, también es abuela, hermana, tía, sobrina, prima… y se conmueve más acusadamente del padecimiento e injusticia sufrida por sus varones queridos y los hijos de los mismos; niños a quienes en un alto porcentaje de casos acaban por no verlos más.
Yo, que soy también padre divorciado y afectado, seguía la conversación en silencio, confirmando internamente las aseveraciones de Pepe y admirándome de la incredulidad de Germán después de “todo lo que está cayendo”, como se suele decir. Pero, al igual que Pepe, estoy resignadamente acostumbrado a contemplar el incrédulo desconcierto de todos aquellos que, sin ser directamente afectados o no conocer algún ser querido próximo a ellos que lo sea, se limitan a repetir aquello que ven, escuchan y leen en los medios de comunicación, y a ignorar lo mucho que estos callan. Recuerdo que en la España de Franco cuando la televisión pregonaba un supuesto hecho “blanco”, en conformidad con las directrices impuestas por el Gobierno, los ciudadanos dábamos por sentado que era “negro”. Ahora, curiosamente, con unos medios de comunicación que, después de lo vivido, personalmente me parecen tan manipulados o más que entonces, la ciudadanía de buen corazón -como Germán-, situada al margen de éstas realidades estremecedoras, no son capaces de dar crédito a tales manipulaciones.
Mientras Germán permanecía removiéndose inquieto en el taburete sobre el que se apoyaba, sentado en él a media pierna e intentando digerir tan contradictorios sentimientos, por un lado de credibilidad hacía sus amigos de toda la vida, y, por el otro, de incredulidad ante hechos tan disparatados como a su sensibilidad se le ofrecían los relatos que estaba oyendo, se me ocurrió preguntarle a Pepe:
-¿Y tú qué crees que subyace en el fondo de toda esta manipulación social?. Realmente esto no tiene sentido. Si nuestros abuelos y abuelas levantasen la cabeza se morirían del espanto. ¿No crees?.
Desde luego -me contestó-. Yo no acierto a comprender tampoco a ciencia cierta lo que se esconde tras tanta crueldad injustificada por parte de las instituciones estatales. Hay quienes dicen que las motivaciones más profundas e iniciales parten de intereses oligárquicos en un afán de control mundial de la población; para reducir la natalidad y favorecer la manipulación de masas. Así, con medidas como las que nos está tocando padecer, se está destruyendo la familia. Se está creando una guerra de sexos que debilita a hombre y mujer (los sufridos litigantes de esa guerra artificial e impuesta), en beneficio de los manipuladores. Los hijos, al tener que trabajar ambos progenitores y el resto del tiempo pasarlo entretenidos en su privada pelea de divorcio, cada vez pasan más tiempo en la escuela a merced de la educación que imponen las directrices políticas, del que buena muestra de ello lo constituye la novedosa asignatura de “educación para la ciudadanía”, en lugar de amparados por el cuidado amoroso y protector de sus padres.
- El control de población, en su doble vertiente de natalidad y manipulación, no es un planteamiento baladí -continuó diciendo Pepe-; puesto que si analizamos desde tal prisma todas los objetivos que preconiza la ideología de género y que se están implantando paulatinamente, como son, además de los expuestos, el aborto, la eutanasia o el fomento de la homosexualidad y sus derechos, todo ello favorece la reducción de población y un mayor control de la misma, a base de: distorsionar la realidad, destruir de los valores éticos de nuestros ancestros y confundir a los ciudadanos hasta conseguir que el pensamiento único e inequívoco de la sociedad entera, sea el dictado por el Boletín Oficial del Estado en conformidad con directrices políticas del momento. Incluso, hasta las atrocidades del terrorismo parecen estar sirviendo de base para imponer un mayor control por medio de cámaras y artilugios técnicos de identificación personal, que parecen favorecer más a los intereses del vigilante que a la protección de los vigilados. Están inexplicablemente dando importancia tan solo a unas determinadas formas de violencia, con preferencia a otras muchas que también existen y que no son menos dañinas en número de víctimas; como son: la ejercida contra niños, ancianos o incluso la de la mujer contra el hombre, de la que estudios serios dicen que es tan cuantiosa, en porcentaje, como la ejercida en sentido contrario. A través de fomentar entre las gentes de bien los temores que en cada momento más interesa, se consigue desarrollar odios y movimientos sociales a conveniencia del manipulador de turno; no es un invento nuevo, ya lo plasmó así George Orwell en su novela 1.984.
Concluí para mis adentros que, aunque con tintes de paranoia, las palabras de mi amigo daban qué pensar. Analizando la realidad presente, la lucha por los nuevos derechos de la mujer hace tiempo que se acabó. La mujer, hoy día, tiene las mismas opciones que el hombre, o incluso más, gracias a las imposiciones de la mal denominada “discriminación positiva”, cuando en realidad debería llamarse “discriminación masculina”. Indagando en la ideología de género, que le niega a la madre hasta el concepto mismo de ejercicio de la maternidad, se concluye que nada tiene que ver con la defensa de la mujer ni con el feminismo de equidad, aunque lo disimulen denominándolo eufemísticamente como “feminismo radical de género”. Sus verdaderas pretensiones son más bien el imponer en la sociedad una sexualidad polimorfa perversa natural -como sus ideólogos pregonan- sin tener definidos claramente sus últimos fines y alcances, puesto que cada día se inventan unos nuevos; y aún menos los intereses ocultos de quienes manejan los hilos escondidos en la sombra. Una verdadera guerra cultural; en suma. Toda una revolución social, con unos planteamientos simplistas y sirviéndose de una manipulación mediática, cuya trascendencia conceptual es difícil de abarcar; y, aún menos, sus perspectivas y consecuencias.
Después de éste debate, ese día me dormí formulándome la pregunta que le da título: ¿resulta más correcto denominar a semejante panorama, violencia de género; o, más apropiadamente, violencia de Estado…?. He aquí el gran dilema de mi primer cuento de ficción.